sábado, 27 de marzo de 2010

¿Somos bobos o malvados?


Por Hugo González Montalvo
Es difícil explicar la conducta de los colombianos en asuntos políticos, da la impresión de que el comportamiento de los ciudadanos no encajara en ninguna teoría de las Ciencias Políticas. Sabemos, por la Historia, que los pueblos del mundo buscan de buena fe su bienestar colectivo; aunque por periodos se equivocan de rumbo y luego, por las amargas y dolorosas experiencias, logran con esfuerzo rectificar su destino.
No creo que sea necesario repetir aquí lo que todo lector bien informado conoce sobre las injusticias y el cinismo rampante, basta con recordar la ilegitimidad de las últimas elecciones. Entre otra cosas, con el 55% de abstención. Pareciese que las ideas políticas que plantean proyectos -a largo plazo- de solución a los graves problemas que padece la sociedad no son tenidas en cuenta por el grueso de la población.
Ya sea por ignorancia o corrupción, la participación de los ciudadanos en las elecciones –único aspecto que aún se mantiene débilmente vigente para poder, con generosidad, llamar democracia a nuestro sistema político- es francamente deprimente.
Todo el mundo sabe que lo que motiva a la gran mayoría de los candidatos de los distintos partidos es procurar, con las prerrogativas de sus cargos, “una mejoría de sus condiciones personales”, ya sea defendiendo sus intereses económicos particulares o tratando de ascender socialmente, aumentando de paso su egolatría.


Los ciudadanos honestos caen en una trampa, los politiqueros les dicen: “si no votas después no te quejes”, pero también se puede decir: “si votas estás legalizando el simulacro y después no te quejes”. Una opción posible es encausar las energías de los movimientos sociales y académicos de la sociedad civil para desenmascarar, con decisión ética, la situación anómala, y exigir que si no se establece un sistema democrático que garantice que el proceso electoral sea decente, definitivamente no se participa.
Esto podría desprestigiarnos aún más ante las organizaciones y la opinión pública internacional pero la actual situación, que ya de por si es lamentable y escandalosa, hay que denunciarla. Lo anterior no sería agradable pero si decoroso.
De seguro que de inmediato surgirán los argumentos necios de los corruptos, que se aprovechan de la simplicidad o del hambre de los pobres, para coaccionar a los posibles promotores de estas ideas. Se les tildarán de terroristas o apátridas.


Con mala intención “desconocen” que un sistema político honesto sería la mayor garantía para el libre juego democrático de todos los partidos, para la prosperidad de los empresarios inversionistas y el bienestar de los trabajadores.
Es casi que urgente que se concrete la conocida propuesta de un acuerdo nacional sobre lo fundamental y que, con una severa vigilancia internacional, se elija una Asamblea Nacional Constituyente como consecuencia de un sincero proceso de paz. 
Con ello estaríamos superando nuestra permanente adolescencia, hemos jugado a la guerra desde la “Independencia”. Creo que llegó la hora de comprometernos a adquirir la mayoría de edad como sociedad civilizada. De lo contrario seguiremos hasta la eternidad echándonos cuentos para bobos. Sé que lo que expongo no es fácil de aceptar ni mucho menos “popular”, pero cumplo con el deber intelectual de decirlo. Negar lo evidente es otra apariencia de la complicidad.

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Publicado como columna de opinión en el diario EL HERALDO de Barranquilla, Colombia.

martes, 23 de marzo de 2010

El mito del bicentenario: una polémica necesaria en Colombia. La independencia en Caribanía.


Por: Milton Zambrano Pérez.
La Independencia de lo que hoy se llama Colombia no fue un acto único sino un proceso complejo que abarcó, para algunas regiones, más de una década. Por eso es sorprendente que se declare un solo año (1810) como el inicio de lo que hoy celebran como el “Bicentenario de la Independencia”.
Parece mentira pero hasta en las celebraciones históricas suele imponerse hoy el más crudo centralismo. Porque si de independencias se trata, antes del “grito” de José Acevedo y Gómez aquel frío 20 de julio de 1810 en Santa Fe de Bogotá, hubo en otros lugares del país creación de Juntas de Gobierno que expresaron de inmediato la separación total de España, como sucedió con Mompox en 1810 (6 de agosto).



Mompox
En el Acta de Declaración de Independencia de Cartagena del 11 de noviembre de 1811, también se planteó sin ambigüedades que la provincia no estaría sujeta ni a España ni a ningún otro Estado, incluida la región central del país. Lo mismo podría decirse de otras ciudades y villas del territorio levantadas en rebeldía contra los españoles y contra el dominio interno de ciertos centros de poder.




De tal manera que el 20 de julio de 1810 no es la primera fecha que debería tomarse como referente para celebrar el tan publicitado “Bicentenario”, no sólo porque no fue el primero sino porque ese día y mes únicamente crearon las élites bogotanas una Junta de Gobierno ¡presidida por el Virrey Antonio Amar y Borbón! Si revisan el Acta de Constitución de esta Junta encontrarán allí a casi todos los oficiales del Rey (tesorero, contador, etcétera) y, buscando con lupa, por ninguna parte aparece la frase independencia absoluta con respecto a España, como sí la encontramos en otros manifiestos del moribundo virreinato de la Nueva Granada.
Desde el punto de vista documental, la primera independencia efectuada dentro de la también llamada “Real Audiencia de Santa Fe” fue la de Mompox,  la cual se plegó a Cartagena, al enviar delegados a su Junta de Gobierno. Cundinamarca declaró su independencia el 16 de julio de 1813. Antioquia, el 11 de agosto del mismo año. Le siguió Tunja el 10 de diciembre y luego la provincia de Neiva al año siguiente, exactamente el 8 de febrero. Panamá lo hizo extemporáneamente, el 28 de noviembre de 1821.
Se dijo que Panamá lo hizo casi fuera de tiempo porque entre 1809 y 1815 sucedieron acontecimientos memorables que enfrentaron a las élites regionales en su intento por constituir un Estado-nación que integrara a los diversos “estaditos” que emergieron como consecuencia de la creación de Juntas de Gobierno, que acumulaban tras de sí décadas de conflictos intrarregionales o entre las villas, las ciudades y las provincias.
Es decir, en el proceso no sólo florecieron los deseos de autonomía o “liberación” de los líderes de Santa Fe de Bogotá o Cartagena sino también los de los grupos dirigentes de las otras regiones o subregiones, de las ciudades o villas subyugadas por otros núcleos de poder internos en la propia época colonial o después de los “gritos” independentistas. Y la pelea era contra España, contra Napoleón y hasta contra los vecinos de al lado.
Como consecuencia de esta maraña de intereses económicos y políticos, la famosa creación de un Estado que cobijara los diversos sitios sueltos de madre se convirtió en una utopía irrealizable, sobre todo porque algunos líderes querían copiar el modelo centralista (Antonio Nariño) en tanto que otros se inclinaron por el formato federal (Camilo Torres Tenorio), más acorde con los deseos regionales.
La cosa pasó rápidamente de los discursos a los disparos, produciéndose una guerra civil donde no hubo ni ganadores ni perdedores, pues cada grupo controló una porción de los lugares que se alineaban a favor de uno u otro bando. A este período de peleas continuas algunos historiadores lo han llamado “Patria Boba”, pues cuando regresaron los realistas cogieron a los criollos de todos los grupos con los pantalones mal acomodados.
Se sabe que España perdió su soberanía a manos de Napoleón Bonaparte en el año 1808. Esto creó en la península un vacío de poder, pues el monarca (Fernando VII) prácticamente fue hecho prisionero por José (el hermano de Napoleón, a quien llamaban “Pepe Botella” porque le gustaba empinar demasiado el codo). En la “madre patria” se desarrolló entonces una guerra de liberación nacional, formándose en varios sitios Juntas de Gobierno que tenían como objetivo principal combatir a los invasores. La deshilachada oposición fue dirigida por un grupo de “regentes”, cuyo propósito era preservar los intereses de la monarquía y del territorio nacional, incluidas las colonias americanas.
Cuando la noticia de la invasión napoleónica se conoció en estas tierras, cundió el pánico en algunos (los realistas), en tanto que muchos de los otros criollos trataron de aprovechar la coyuntura para lograr más autonomía (sin desconocer los derechos reales) o para hacer despegar la idea de la independencia absoluta.
Napoleón
La Junta de Gobierno constituida en Santa Fe de Bogotá no planteó desde un principio la tesis de la independencia total, porque de haber sido así el primer depuesto habría sido el Virrey y todos los funcionarios de la Corona. Es cierto que con el paso de los meses la Junta radicalizó sus posiciones, hasta desembocar en el acta independentista de 1813. Pero en un comienzo fue una mezcla de realistas, autonomistas e independentistas. No faltan las versiones según las cuales se argumenta que hasta recibieron cartas de Napoleón y de los ingleses, quienes trataban de ganárselos para su causa.
De tal manera que fue una Junta muy variopinta donde un sector bastante nutrido estaba aterrorizado ante las secuelas de la revolución francesa y de las ideas ilustradas. Este núcleo conservador, cuando los acontecimientos se calentaron, dieron con sus armas y su riqueza en las huestes del Rey (los realistas) o en las de los independentistas (los “patriotas” o los “americanos”, según Bolívar).
Transformar esta Junta de Gobierno de 1810 en un mito fundacional es, por lo menos, falsear el discurso histórico, como se ha hecho en este país desde tiempos inmemoriales con “próceres” y batallas que no han significado mucho dentro del pasado nacional.
Después de la mal llamada “Patria Boba” vino una época de transición que los historiadores llaman de la “reconquista española”. Resulta que al ser derrotado Napoleón por los ingleses y debido a la fuerte resistencia que existía en la península contra todo lo que oliera a francés, Fernando VII logró hacerse de nuevo con el poder en el año 1814.
De inmediato organizó un ejército que puso al mando de Pablo Morillo, cuya misión era sofocar las sublevaciones y restaurar el dominio de la monarquía. Los realistas sacaron del poder a punta de bala y bayoneta a todos los que aparecieran como miembros de Juntas o apoyadores de éstas. Sabían que los líderes eran los “doctores”, es decir, la gente más culta y con más poder económico de las diversas provincias.




Ahí fue donde concentraron su ataque. A Nariño no lo mataron porque tenía familiares influyentes en España, pero fue a dar con sus huesos a las mazmorras de Cartagena y, debido a su gran peligrosidad ideológica, se lo llevaron después para una cárcel en la metrópoli. Francisco José de Caldas, el sabio, fue fusilado y le dieron un tiro de gracia por la espalda por “traidor a la patria”. La misma suerte corrieron muchos otros dirigentes.
La reconquista o restauración monárquica se extendió en esta zona un poco más allá de 1819, cuando los criollos derrotaron a los realistas en la mitológica Batalla de Boyacá. Ahí sí podría decirse que los generales del realismo perdieron el centro del país, porque otras regiones estaban aún bajo su control. Esto quiere decir que la etapa de la reconquista tampoco fue homogénea y que la independencia definitiva no se alcanzó con una sola victoria sino con una sucesión de triunfos “americanos”, dentro y fuera del antiguo territorio del virreinato de la Nueva Granada. Todavía en los años veinte sonaban los cañonazos.
Sintetizando, diríase que desde 1809 y hasta 1815-1816 predominó aquí el “juntismo”, los “estaditos” y la pelea “nacional” entre centralistas y federalistas. A partir de 1815 empezó el período de la “reconquista” o restauración española, que tuvo un arranque feroz con el sitio de Cartagena. El comienzo del fin del control monárquico se produjo con la Batalla de Boyacá y después con otras batallitas menores, aunque muchos realistas salieron corriendo del país al darse cuenta de que no tenían ningún chance de ganar.



Si los “bicentenaristas” querían establecer un referente histórico válido para justificar toda la fanfarria que organizaron para este 2010, ¿por qué no tomaron la primera de nuestras independencias absolutas, que para algunos historiadores fue la de Mompox en 1810? Y si requerían una ciudad de rancio abolengo bien pudieron escoger a Cartagena, que se rebeló contra la Regencia en 1811 y soportó un asedio que podría calificarse de heroico, en el año 1815. O pudieron también acoger el 7 de agosto de 1819, cuando los ejércitos “patriotas” derrotaron a los realistas en una batalla que cambió el rumbo del conflicto en el virreinato.
Para una mente perversa, como la de la mayoría de los historiadores, quizás no se escogió el año 1811  o el 1819 porque no coincidían en los dos siglos siguientes con años electorales, y el último de éstos estaba demasiado lejos de la pelea por le reelección presidencial que vive la nación ahora. A los ideólogos del gobierno les pareció más adecuado el año 1810 porque cazaba perfecto con este 2010, época crucial donde se define la continuidad o la desaparición de un régimen liderado por el inquilino de la Casa de Nariño. Por eso convirtieron a la Junta santafereña en lo que no es.
En honor a la certeza histórica, en el año 2010 es inadecuado celebrar ningún “Bicentenario de la Independencia Nacional”, porque la Junta bogotana no proclamó ninguna independencia aquél 20 de julio. El señor José Acevedo y Gómez se jaló un discurso veintejuliero y con eso le bastó para ser reconocido como un eminente “prócer”, asociado al episodio insignificante del famoso florero de Llorente. Pero de sus fuertes palabras no salió ningún país libre, como expresan ligeramente muchos textos escolares.

Se entiende que los gobernantes y los pueblos requieran de mitos y leyendas para sobrevivir, para funcionar alrededor de unos imaginarios aglutinantes. Pero resulta inaceptable que una falsedad (una exageración, en aras de suavizar los términos) termine transformada no sólo en algo verídico e irrefutable, sino en el epicentro de unos festejos donde se gasta la plata del presupuesto del país que podría resolver asuntos más bravos de la población colombiana.
Es válido lo que hizo el Ministerio de Educación, que utilizó la fiesta para poner a todo el mundo a pensar en torno al proceso de independencia de esta República. Pero es historiográficamente incorrecto que un espectáculo tan fastuoso se haya organizado alrededor de un año, mes y día inconvenientes y de un error interpretativo tan monumental, por decir lo menos.

Sugerencia para el gobierno: ¿por qué en vez del “Año del Bicentenario” no celebramos la “Década del Bicentenario”? Teniendo una década de por medio podríamos discutir con más tranquilidad los pormenores del proceso. Y se evitarían las groseras suspicacias de los historiadores y de la gente de la Región Caribe, que ve por todos lados el bendito centralismo y el manejo político inelegante de las festividades patrias por un solo gobierno.

En una década o en once años, las antiguas provincias y sus capitales organizarían también festejos propios, descentralizando un poco más el asunto y metiéndole más gente y más contenido a una auténtica fiesta nacional. En un contexto así, de seguro que Cartagena tendría la oportunidad de hacer su reinado el 11 de noviembre, pero también otro tipo de eventos que ayuden al pueblo a entender mejor lo que sucedió hace dos siglos. Porque aquél 11 del mes once del año once hasta ahora sigue siendo en el país sólo sinónimo de una Corona… 



lunes, 8 de marzo de 2010

Hacia un arte posthumano


Por Hugo González Montalvo

En medio del debate electoral (muchos candidatos embellecidos, con pocas ideas y profusas ambiciones, se visten con premura de paisanos caribes, escenificando una vergonzante competencia de cinismo), un ejercicio académico de los estudiantes de Bellas Artes, divulgado por EL HERALDO, suscitó hace poco en la ciudad una interesante controversia. Comparto algunas reflexiones al respecto.

En la actualidad, cuando nos movemos rápidamente, acosados por múltiples mensajes mediáticos (visuales, auditivos y audiovisuales), la idea de un arte “universal” se está desvaneciendo. Se pone en duda la vigencia misma del concepto de Arte, generado en la cultura europea. Se comprende que “el arte es, simplemente, todo lo que los hombres llaman arte”. “Hoy, basta inventar una crítica adecuada para que un objeto sea o no una obra de arte”: un lujoso y frívolo jeroglífico, cuya solución constituye el principal entretenimiento de una minoría de iniciados.

Ante tantos criterios sobre cómo identificar las formas artísticas, se hace imposible que un modelo o estilo guíe hegemónicamente al arte. Los creadores contemporáneos se resisten a ser clasificados, etiquetados. Con obras razonadas que develan una realidad absurda e irracional, se proponen confrontar al público, que se siente un poco incómodo, porque le muestra un aspecto espantoso de su propia vida. La experiencia artística se está convirtiendo en una actividad indiferenciada. En la Internet, un público interactivo —en una realidad virtual, lúdica y fantástica— crea y consume Arte Cibernético. 
Al tiempo, un buen sector del público prefiere seguir legítimamente deleitándose con las pinturas y esculturas de estilo clásico-renacentistas, señalan que son abundantes las obras contemporáneas que no serían más que simples artefactos sin significado si las situáramos fuera del contexto institucional de las galerías.
Otros siguen complacidos con Picasso, anclados en los inicios del siglo XX, en lo que se llamó Arte Moderno, creen que la continua destrucción de estilos constituye la verdadera Historia del Arte. Muchos, con sus posturas anacrónicamente “modernas”, dejan traslucir disputas estériles del siglo pasado, que les impide transitar a una actitud tolerante con la tradición y la diversidad. Definitivamente, no poseen una mentalidad contemporánea. 
Por otra parte, hay unos artistas comprometidos con su presente, que se autodenominan artivistas: combinación del arte con el activismo político. También, es notorio, por lo entusiasta, la presencia en la ciudad de un público que goza nuestra tradición, y al que le bastan las manifestaciones folklóricas para divertirse a plenitud. El grueso de la población consume como “arte” los productos banales que le ofrecen las industrias del entretenimiento a través de los medios masivos.

Por último, emergen artistas y públicos tolerantes, que con respeto y conocimiento aprecian las manifestaciones estéticas de cualquier origen cultural o época de la historia de la humanidad. Son los artistas y el público verdaderamente contemporáneos.
Mientras coexisten estas comunidades de gustos artísticos, nos llega el futuro, donde prima una estética irreconocible como arte, las máquinas como nuevas formas de vida reemplazan a nuestros obsoletos cuerpos biológicos. El saber humano se traslada al cibercuerpo, comienza la era del “arte posthumano”.



Texto publicado como columna de opinión en el diario EL HERALDO de Barranquilla, Colombia.


http://www.elheraldo.com.co/ELHERALDO/BancoConocimiento/C/colum08mar10-3/colum08mar10-3.asp?CodSeccion=52