Por Hugo González Montalvo
Solamente la vida de los que dejaron de existir puede ser juzgada de manera definitiva. Si hicieron el mal, ya no podrán repararlo. Y si actuaron “a lo bien”, su imagen de seres humanos justos no podrá ser desdibujada con, sorprendentes y emergentes, actuaciones deleznables. Sabemos lo difícil que es mantener a lo largo de nuestras vidas una actitud respetuosa y digna, la propensión a dejarnos llevar por las prácticas egoístas es la norma aceptada por la sociedad, que exalta el consumo superfluo como el valor supremo a conseguir.
Recordamos con cariño a los que optaron por procurar actuar siempre con responsabilidad ante sus coetáneos, escogieron la ética como la única religión acatable. A diferencia de otros, que optaron por lo más cómodo: actuar mal y, de antemano, saber que creyendo en una divinidad ésta le podía ofrecer el perdón, alcahueteando así su proceder. Les bastaba con reconocer, así sea a última hora, la supremacía de un ser supranatural, que tendría la potestad de conceder indulgencias inmerecidas.
Es habitual que los malvados actúen sin presión interior alguna, sin remordimientos, al final, los buenos dioses serán sus aliados, hasta les ofrecen la vida eterna en paraísos soñados. Rechazar estos placebos de la imaginación, originados en el pensamiento mágico, es propio de los hombres libres que optan por actuar decentemente guiados sólo por sus propios cánones interiores, por su ética. Con el conjunto de las conductas de los seres humanos que, libre e inteligentemente, asumen el reto moral de aceptar lo mejor de la herencia común y de continuar promoviendo la realización del bien colectivo, estaremos seguros que vamos lograr la finalidad de lo sagrado.
Tendremos confianza en poder desarrollar en el planeta Tierra la idea de Dios; un dios realización, consecuencia biológica-cultural de la bondad humana, del altruismo recíproco, del amor maternal, fraternal y paternal. De esta manera, la humanidad obviaría la pretenciosa discusión de su origen (¿natural o divino?), sabiendo lo insondable del misterio y, probablemente, de su insolubilidad.
Si la muerte es no ser, no estar en ningún lugar, y la vida es ser, estar aquí y ahora, entonces al nacer vencemos a la muerte. La vida es la victoria de una organización, un orden que resiste la tendencia al caos. Vamos en contravía, tratando de subir por una escalera mecánica que baja de manera inexorable.
Orientar las conductas es una función de la información, con ella contrarrestamos las corrientes entrópicas que nos erosionan sin cesar. Con el acumulado de información cultural de toda la historia humana y la información biológica en nuestros genes, hemos aprendido a resistir y resolver la dificultad del existir durante nuestro ciclo vital. Sin embargo, cuando morimos acontece la fragmentación, a la vez que la integración, la llaman: fragmengración. Nos disolvemos orgánicamente para integrarnos para siempre en el todo cósmico.
Perduramos sólo en la memoria de los humanos. Estos pensamientos acuden a mi mente observando el cadáver de mi amigo, mi padre, muerto el domingo pasado. Desde siempre hemos sabido que una clave para sobrevivir es reconocer lo inevitable y aceptarlo. Permanece el mensaje de su conducta intachable, llena de amor por los suyos, por el trabajo, los libros y el arte. Queda su obra pictórica y literaria. Su entusiasta celebración de la vida. Sus hijos aceptamos el compromiso de honrarla.
Hugo Emilio González Santiago -Emilio del Puerto.
Publicado en el diario EL HERALDO de Barranquilla, Colombia.
1 comentario:
Falta más que valentía para escribir del padre que se fue amando, como creo se marcho Emilio del Puerto. Hace falta una profunda convicción de que precisamente con la escritura se le honra y a la vez se hace una honesta catarsis porque estas palabras que hablan bien del que se fue, no buscan destacar valores falsos que en vida tuviera Emilio del Puerto, sino que su esencia humana del bien, esta viva en sus hijos.
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