Por: Hugo González Montalvo
Es frecuente que por los medios masivos se expresen, con crudeza o sinceridad, opiniones extremas sobre algunos asuntos controversiales, sean estos importantes o banales. Muchas veces son enfoques fanáticos, dogmáticos, poco racionales. Se puede pensar que son conceptos propios de un espontáneo esencialismo, es decir, sin mayor análisis se le da prioridad a una supuesta esencia, identidad ideal de las cosas, sobre la existencia tangible.
En política, el ideal de democracia cada uno lo interpreta como quiere, cada partido se cree poseedor de la verdad esencial. En otros campos, por ejemplo, sobre las propuestas artísticas se dice: “esta obra es un desastre, eso no es arte”; o por el contrario: “qué maravilla, una metáfora que alude a… bla, bla, blá”.
Soy un verdadero artista, Keith Arnatt. |
Antes era muy fácil y elegante fungir de conocedor de arte, hoy el concepto Arte ha perdido su "esencia", ha perdido su identidad, por eso es más prudente decir: “esta obra no me gusta” o “esta, me seduce, me encanta”. Es decir, debemos admitir que cualquier cosa, hoy, debe su condición de arte al juicio predominante en una determinada comunidad de gustos y saberes, no a alguna condición reconocible por todos e intrínseca del objeto. En materia de gustos, es sabido desde siempre, no hay acuerdo. Sin embargo, todavía existen comunidades, llámense élite intelectual, grupo étnico, social, etc. que mantienen vigentes en su interior conceptos, validos solo para ellos, que definen la esencia del arte. Esto les facilita expresar opiniones francas frente a propuestas que pretenden ser artísticas, como: “¿qué necedad es esta?”, “¿el autor nos cree tontos?”.
Lo "esencial" del arte habría desaparecido en lo insustancial de lo estético. |
También es frecuente escuchar a la salida de los cines frases como: “¡qué película tan buena!” o “¡qué pésima película!”, como si quien emite el juicio perteneciera al “Tribunal Supremo y Planetario del Cine”. Lo más cuerdo sería decir: “ésta película me gustó muchísimo” o “no me agradó, me dormí”. Nos sucede a menudo, suspendiendo cualquier exigencia estética o intelectual, un film comercial nos divierte muchísimo. En cambio, frente una película que haya ganado todos los premios del mundo, irremediablemente nos dormimos durante su proyección. Es como si el juicio estético lo realizara nuestra condición biológica: alerta, como estado mental de aprobación, o sueño, como señal incontrovertible de aburrimiento.
En temas tan sensibles, como la creencia en un dios, son más radicales las posturas: “creo en Dios todopoderoso” o “soy ateo, no creo en mitos de la antigüedad”. El agnóstico, un escéptico, dice: “Yo no afirmo ni niego la existencia de Dios. No veo razón para creer en ella, pero tampoco tengo ningún medio para desaprobarla. No tengo objeciones a priori a esa doctrina”.
En nuestro entorno local, no son pocos los dogmas, los mitos y las costumbres que están respaldados por conceptos extremos e irracionales. Aparentemente son ideas intrascendentes, pero son el fiel reflejo de lo que somos. Por ej.: “el mejor vividero del mundo”. Frase repetida, no admite otras: “una ciudad peligrosa, sin una estética urbana y con gran parte de su población en la pobreza”.
En fin, debemos admitir que las posturas esencialistas son difíciles de sostener, que la complejidad de la vida y el pluriverso cultural que habitamos nos ofrece múltiples y ricos enfoques a nuestra existencia.
Publicado como columna de opinión en EL HERALDO, diario de Barranquilla, Colombia.
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