Con motivo de la cumbre del Grupo de los Ocho (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón, Reino Unido y Rusia), uno se pregunta: ¿Por qué estos países son los más industrializados del planeta? Los expertos tienen explicaciones que satisfacen a unos y ofenden a otros.
Jared Diamond, profesor de la Universidad de California, en su libro Armas, gérmenes y acero nos dice que las diferencias entre las sociedades humanas tienen su origen lejano en las distintas condiciones ambientales. La hegemonía de los europeos y asiáticos se debe a que se han beneficiado de algunas diferencias culturales que fueron generadas por la influencia del ambiente geográfico. Eurasia contenía la mayor proporción de especies vegetales y animales susceptibles de ser domesticadas. Gran parte de Eurasia se sitúa en el eje este-oeste donde existen pocas montañas o desiertos, lo que permitió una rápida expansión de la agricultura y de la ganadería que promovió una mayor densidad de población, lo que supuso una ventaja cualitativa y numérica respecto a las sociedades de cazadores recolectores.
David Landes, profesor emérito de Economía e Historia de la Universidad de Harvard, en su libro La riqueza y la pobreza de las naciones, nos dice: “La manera de pensar tradicional de algunos pueblos afecta o tiene efectos materiales, les ayuda a progresar o a empobrecerse”. Nos recalca que si alguna lección puede sacarse de la historia económica, es que la cultura, entendida como el conjunto de valores íntimos que guían la conducta de una población, es el factor determinante por excelencia para el logro de niveles más altos de bienestar. La anterior tesis le da crédito al sociólogo alemán Max Weber quien nos advirtió que en los siglos XVI a XVIII, en el norte de Europa, la religión protestante fomentó el florecimiento de un tipo de hombre que creó una economía nueva (un nuevo modo de producción) que conocemos como capitalismo (industrial). El pensar permanentemente en invención, iniciativa y libertad impulsó a Europa a lograr su Revolución Industrial que marcó la diferencia con el resto de los pueblos del mundo.
David Landes nos señala que a las élites del Nuevo Mundo, que sólo pretendían cambiar de amo, les cayó la independencia del cielo. Aprovecharon los conflictos bélicos que debilitaron a España y se apoderaron del poder. Que la historia de Latinoamérica en el siglo XIX es un folletín de conspiraciones, intrigas, golpes y contragolpes, con todo lo que ello conlleva en términos de inseguridad, mal gobierno, corrupción y atraso económico.
En la cima, un reducido grupo de bribones, bien instruidos por sus maestros coloniales, se dedicaron al pillaje a placer. Por debajo, las masas se acurrucaban y recogían las migajas del festín. Para guardar las apariencias los nuevos ‘estados’ de Latinoamérica se embellecían con un superficial barniz republicano. Los sectores clave seguían siendo los mismos: la minería (oro, plata, bronce), la agricultura y el ganado. El objetivo era producir un superávit que pudiera intercambiarse por productos manufacturados extranjeros. Poco se hizo en pro de la industria, de modo que fue deficiente el desarrollo industrial.
Jared Diamond, profesor de la Universidad de California, en su libro Armas, gérmenes y acero nos dice que las diferencias entre las sociedades humanas tienen su origen lejano en las distintas condiciones ambientales. La hegemonía de los europeos y asiáticos se debe a que se han beneficiado de algunas diferencias culturales que fueron generadas por la influencia del ambiente geográfico. Eurasia contenía la mayor proporción de especies vegetales y animales susceptibles de ser domesticadas. Gran parte de Eurasia se sitúa en el eje este-oeste donde existen pocas montañas o desiertos, lo que permitió una rápida expansión de la agricultura y de la ganadería que promovió una mayor densidad de población, lo que supuso una ventaja cualitativa y numérica respecto a las sociedades de cazadores recolectores.
David Landes, profesor emérito de Economía e Historia de la Universidad de Harvard, en su libro La riqueza y la pobreza de las naciones, nos dice: “La manera de pensar tradicional de algunos pueblos afecta o tiene efectos materiales, les ayuda a progresar o a empobrecerse”. Nos recalca que si alguna lección puede sacarse de la historia económica, es que la cultura, entendida como el conjunto de valores íntimos que guían la conducta de una población, es el factor determinante por excelencia para el logro de niveles más altos de bienestar. La anterior tesis le da crédito al sociólogo alemán Max Weber quien nos advirtió que en los siglos XVI a XVIII, en el norte de Europa, la religión protestante fomentó el florecimiento de un tipo de hombre que creó una economía nueva (un nuevo modo de producción) que conocemos como capitalismo (industrial). El pensar permanentemente en invención, iniciativa y libertad impulsó a Europa a lograr su Revolución Industrial que marcó la diferencia con el resto de los pueblos del mundo.
David Landes nos señala que a las élites del Nuevo Mundo, que sólo pretendían cambiar de amo, les cayó la independencia del cielo. Aprovecharon los conflictos bélicos que debilitaron a España y se apoderaron del poder. Que la historia de Latinoamérica en el siglo XIX es un folletín de conspiraciones, intrigas, golpes y contragolpes, con todo lo que ello conlleva en términos de inseguridad, mal gobierno, corrupción y atraso económico.
En la cima, un reducido grupo de bribones, bien instruidos por sus maestros coloniales, se dedicaron al pillaje a placer. Por debajo, las masas se acurrucaban y recogían las migajas del festín. Para guardar las apariencias los nuevos ‘estados’ de Latinoamérica se embellecían con un superficial barniz republicano. Los sectores clave seguían siendo los mismos: la minería (oro, plata, bronce), la agricultura y el ganado. El objetivo era producir un superávit que pudiera intercambiarse por productos manufacturados extranjeros. Poco se hizo en pro de la industria, de modo que fue deficiente el desarrollo industrial.
Para otros, el actual desarrollo industrial de las naciones ricas se debe a que se aprovecharon de los países más pobres; colonizándolos, explotándolos con sevicia. Es el triunfo de la codicia capitalista, de los imperios.
La complejidad del tema no permite conclusiones improvisadas. Por lo pronto, la pregunta obligada es: ¿Podemos cambiar la cultura mafiosa, que hoy nos embrutece y empobrece, por una cultura que valore el trabajo, la invención y la honestidad?
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Publicado como columna de opinión en el diario EL HERALDO de Barranquilla, Colombia
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