martes, 22 de mayo de 2007

La matria, nuestra madre tierra, y preguntas peliagudas para los ciudadanos colombianos.

Muchísimo después de haber salido del África, el origen común de nuestra especie fue olvidado. Al dispersarnos por toda la superficie del planeta perdimos el contacto, hasta el punto de no reconocernos como miembros de un mismo linaje. Con el transcurso del tiempo el Homo sapiens creó sociedades en la que aparecieron fuertes identidades culturales, ficciones que funcionaron como realidades.
La historia de los humanos nos cuenta que surgieron por todas partes identidades que alimentaron odios, generaron genocidios, masacres, despojos, guerras. Algunos las llaman identidades asesinas. Una de esas identidades surgió de la obediencia al pater, jefe de familia que comandó a la organización guerrera que defendía al terruño paterno, la patria. El Estado Nación logró unificar poblaciones que rápidamente se diferenciaron y enemistaron con los pueblos vecinos. Pertenecemos a distintas religiones y etnias, muchas radicales y excluyentes.
Hoy a pesar de la red de comunicaciones globalizadas persisten las identidades que se convierten en un obstáculo para enfrentar los problemas comunes de la especie: las guerras, el hambre, la contaminación y el calentamiento global. Frente a la dispersión anterior, y al concepto de patria, se propone el concepto de matria que nos remite al inicio de los tiempos, a la madre tierra. Nos recuerda la pertenencia a la especie humana.
Las grandes empresas transnacionales, que para hacer negocios no se detienen ante ninguna frontera nacional, se asumen como entidades globalizadas, actúan unificadas con mentalidad mercantil en cualquier lugar del planeta. Son las que están causando el mayor desastre: el calentamiento global provocado por los gases emanados por la industria y los automóviles. El famoso efecto invernadero provocaría un deterioro en la calidad de vida de las generaciones futuras inmediatas. Entidades como la Organización Mundial de Comercio, el FMI, el Banco Mundial o los gobiernos de las grandes potencias determinan sin atenuantes el futuro de toda la humanidad. Una minoría toma decisiones que marcan el destino de la matria.
La matria y la ciudadanía planetaria son dos nociones que por ética biológica deberíamos comenzar a pensar con más frecuencia. A través de la Internet se promueve una cultura cada vez más mundializada. La conformación de una opinión pública planetaria, mejor informada de los asuntos políticos y ecológicos trascendentales, facilita el surgimiento de las identidades internacionales.
Poco a poco, se está integrando una multitud compuesta de internautas con una mentalidad que desafía a las tradicionales identidades parroquiales y racistas. El reconocimiento de la matria nos permitirá el ejercicio de la ciudadanía planetaria. Una forma nueva y democrática de habitar el planeta.

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Los últimos acontecimientos generan algunas preguntas:
¿Si se llegaran a complacer las peticiones de los demócratas de EU, se haría más perjudicial el TLC?
El nombramiento de la Ministra de la Cultura ¿es solo una jugada política para apaciguar las críticas de los demócratas de EU?

Si siguen el trasteo electoral y la compra de votos ¿será que los costeños somos masoquistas?
¿Qué se necesita para que nuestros electores sean ciudadanos responsables?
¿Será que después de la crisis de la parapolitiquería se podrá renovar la clase política?
¿Será posible que los gallinazos provoquen el cierre del aeropuerto?
¿No será que tendrá razón el escritor Fernando Vallejo?
Usted, lector, tiene la palabra.



Publicado en El Heraldo, página editorial
http://www.elheraldo.com.co/hoy070522/editorial/noti8.htm

sábado, 12 de mayo de 2007

Ejercer el derecho al silencio

Nuestra Constitución Nacional en su articulo 79 dice: “Todas las personas tienen derecho a gozar de un ambiente sano”. Los habitantes de Barranquilla no están ejerciendo este derecho. Es común que se invada agresivamente la intimidad de las personas con el alto volumen de los aparatos sonoros. Se está deteriorando la calidad de vida de los ciudadanos. Sabemos que argumentar nuestra condición de caribeños para justificar la violación del derecho humano a la tranquilidad es una falacia, un exabrupto. No hay nada en nuestra condición genética que ordene ser abusivos con el prójimo.

Cuando la música cruza el limite del predio de nuestra propiedad esta contaminado con ruido al vecino. Evitar o reprimir estas conductas groseras es elemental en cualquier sociedad civilizada. En nuestro medio algunos quieren defender como un valor cultural la violación del derecho a la vida sana de los ciudadanos que habitan contiguos al bullicio. Existe una tolerancia a la arbitrariedad, los ciudadanos pasan continuamente de victimas a victimarios. Se ha establecido una dictadura colectiva que impone su gusto por el ruido. Cuando alguien quiere gritar al mundo que está inmensamente alegre simplemente activa su equipo de sonido con todo el volumen. Reina la impunidad. La comunidad acepta resignada, como si fuese un mal inevitable. La autoridad hace muy poco al respecto.
En el momento en que algún desesperado frente a esta cultura del ruido solicita el derecho al silencio se le reta a pelear, a dirimir con golpes los derechos. Como por lo general hay de por medio consumo de alcohol estas situaciones devienen en tragedias.
En ciertos barrios se escuchan, escandalosa y simultáneamente, músicas diversas. En ocasiones existen competiciones implícitas entre chabacanes, gana quien logre opacar al contrario con un mayor volumen: rancheras de despechados amanecidos contra regeeton, vallenato contra salsa, etc. ¿Será que detrás de estas conductas extravagantes se esconden frustraciones sociales? ¿Son formas camufladas de llantos desesperados?
Se establece como norma que: como a mí me gusta determinada música a toda la cuadra también le debe gustar. Es decir, les hago a los demás lo que deseo que me hagan a mí. Se olvida algo básico, los vecinos pueden tener gustos diferentes. No les has solicitado su permiso.
Esta situación es insostenible. La comunidad debe reaccionar. No es posible que se acepte el menoscabo de la salud pública. Que las personas se afecten en su sistema auditivo, su sistema nervioso. Que los niños y jóvenes no puedan estudiar. Que los ancianos no puedan descansar. Que los enfermos no puedan encontrar alivio. Que por este abuso los trabajadores no descansen lo suficiente, reduzcan su concentración, disminuyan su rendimiento. En fin, que aumenten los riesgos laborales.

Las emisoras de radio colaborarían mucho si participaran en una campaña contra el ruido, diciéndoles a sus oyentes que bajen el volumen, que no molesten a los vecinos. Que si el oyente es un conductor de un bus o un taxi decirle que sus pasajeros tienen derecho al silencio de su intimidad, tienen derecho a estar en un momento de reflexión interior. Que pueden estar en unas circunstancias de duelo. Que debemos pensar que podemos vivir de manera civilizada.
La cultura popular no se vulnera por las restricciones a los espectáculos públicos bulliciosos. El derecho colectivo a la alegría no debe ejercerse desconociendo el derecho a la tranquilidad individual. Debemos pasar a otra etapa cualitativamente superior que corresponda a la condición de gran ciudad. El Estado debe promover la construcción de clubes comunales barriales, acondicionados en su estructura arquitectónica para que no contaminen acústicamente a la comunidad cuando en su interior se realicen bailes con música amplificada. Allí los vecinos pueden continuar las celebraciones tradicionales con la misma alegría de siempre.

Es insólito, totalmente absurdo, que con altoparlantes algunos predicadores a nombre de Dios pregonen la paz y el amor entre los hombres haciendo daño a los vecinos de la comunidad. Con su bulla, con sus cánticos escandalosos, generan violencia, contradicen con los hechos cualquier precepto de fraternidad. Este Dios del Ruido se está queriendo imponer en la cuidad.
En cualquier cuadra de Barranquilla durante todo el día hay un desfile de vendedores anunciando toda clase de productos con sus aparatos de perifoneo produciendo una algarabía insoportable. Parecieran decir: o me compras o te sigo torturando.

En fin, la ciudad se está convirtiendo en una urbe bulliciosa. Los barranquilleros tienen que reaccionar. Se tiene que restablecer el orden que permita la convivencia en un medio sano, libre de algarabía. Debemos evitar convertirnos en una ciudad de sordos y transformarnos en una sociedad de amigos del silencio. La sola represión no basta, se requiere que nos comportemos como verdaderos ciudadanos. La actual legislación que castiga la contaminación auditiva es suficiente, solo hay que aplicarla con severidad. Se requiere que las autoridades actúen, que la ciudadanía colabore, que la policía proceda. Habría que realizar masivamente una gran tarea de sensibilización, de educación en valores. Se requiere construir una sólida cultura ciudadana. Aunque suene romántico y a pesar del incesante trasegar de la ciudad moderna, muchos aspiran a escuchar nuevamente el cántico de las aves en nuestros patios y parques. ¿Será mucho pedir? ¿O ya es demasiado tarde?
Publicado en EL HERALDO